En 1545 Fray Bartolomé de Las Casas ejercía el
cargo de obispo de Chiapas y por la misión que me llevó a aquellas tierras, fuimos
presentados en una reunión.
Su hablar era pausado, pero el tono que imprimía a
cada frase dejaba bien claro una personalidad fuerte, templada en el fragor de
la conquista de América.
De perfil elegante y rostro sereno, sus rasgos
denotaban esa herencia afrancesada que le venía por línea paterna, pero era
quizá el contacto con una verdadera fe cristiana lo que suavizaba su apariencia,
lo cual lo diferenciaba del resto de los sacerdotes españoles.
De estatura mediana, cuerpo robusto, la piel curtida por el sol del
trópico y una calvicie ya avanzada, Bartolomé de Las Casas había representado
con su ejemplo un eje de humanización en esa sangrienta vorágine en la que se
había convertido la colonización de las Indias. Ya en ese entonces se hablaba
de quinientos mil nativos masacrados, hasta había el comentario que durante la
matanza de un centenar de indios mansos en el desembarco en Cuba, de Las Casas,
quien acompañaba la expedición, le dijo con odio y espanto al conquistador
Narváez:
«¡Os ofrezco a vos y a vuestros hombres al diablo!».
Era este fraile dominico de mirada cálida que hoy
tenía frente a mí, la única voz valiente para defender a la población indígena
en el Nuevo Mundo, y aunque el mismo rey le había desoído un par de años atrás,
yo fui enviado por el mismo Carlos I a recibir en forma directa las denuncias
hechas por el fraile.
Al estar a solas en su despacho, me presenté ante él
con respeto como, Francisco Hernández de Fonseca, escribano del Consejo de
Indias. De inmediato, una mueca de asco se dibujó en su cara, como si el solo
nombre de la administración española para la conquista le revolviera las
tripas. Giró sobre sus talones para dar media vuelta y, sin disimular su
disgusto, se dirigió a su mesa de trabajo, alisó con las manos su limpio hábito
sacerdotal y se sentó.
Me quedé de pie, observé cómo revolvía unos
documentos y revisaba una gaveta con el rostro descompuesto, sin ni siquiera
invitarme a sentar o dirigirme la palabra. Pasados unos minutos, levantó los ojos,
pero su mirada no era la misma. Sus ojos pardos se volvieron agudos, llenos de
una furia contenida en la impotencia del testigo obligado de cuanto acontecía
en esas tierras.
Comenzó por narrarme cómo amarrados a un tronco
incendiaban vivos a los indígenas, cómo empalaban a los jefes de tribus hasta
morir desangrados en profunda agonía. Narró casi a gritos y detalladamente, cómo
los indios eran manejados como bestias de carga hasta morir de cansancio o a
causa de los azotes. Su voz se tornó más aguda, cuando decía que las mujeres
recién paridas, enviadas a sembrar y cosechar, por mal alimentadas se les
secaba el seno, entonces los recién nacidos morían de hambre y mengua.
Su boca, desfigurada por la ira, hablaba sin darme
tiempo a informarle que su majestad había ordenado recibir sus quejas por
escrito, para en un futuro tratar de corregir los hechos. Pero Bartolomé de Las Casas ya había escrito suficiente. Aquel hombre
de Dios, luchador y estudioso, necesitaba ser escuchado. En el dolor que guardó
quizá en noches de pesadilla recordando tanto horror, soñaba con este momento,
cuando un simple escribano como yo, pudiera repetir personalmente al rey toda
esta historia negra y abominable que se cometía en nombre de Dios y de la Corona
de España.
De pronto dio un salto de la silla, levantó las
manos apuntándome con el índice cuando me preguntó si conocía la historia de
Anacaona, esposa del cacique Caonabo, y de cómo su tribu entera fue incendiada
en un caney durante una celebración de bienvenida que organizaro los indígenas
en honor a los conquistadores, ella que logró escapar al fuego, mas tarde fue capturada, ahorcada y
despedazado su cuerpo para alimentar perros bravos.
Aquel religioso, que al principio de la entrevista lucía
calmado, se transformó en un remolino de odio, impotencia y dolor ante tanta
injusticia. Enumeró a sus enemigos, así como todas las amenazas de muerte recibidas
por defender a los indígenas. Casi sin voz de tanto gritar, me decía que si Don Fernando
el Católico, nuestro antiguo rey, aún viviera, algo tan horrible no estaría sucediendo.
Su amplia frente se perló de sudor, sus ojos se humedecieron. Me habló de todos
sus viajes: por La Española, Santo Domingo, Cumaná y Cuba, de cómo después de
cuarenta años seguía viendo cómo eran arrancadas cincuenta, cien, hasta
doscientas manos y narices, tan solo para sembrar el terror en esta carnicería
humana que parecía no tener fin.
Después de casi una hora de contar esa odisea de
atropello y violencia, aquel hombre de Dios se sentía exhausto. Dejó caer los
brazos, entonces ya no gesticuló más. Sus hombros, haciendo una curva, buscaban
el suelo, sintiendo el peso de tanta sangre, tanto inocente muerto y tanta
injusticia.
Fray Bartolomé de Las Casas se sentó. Entonces, muy
lentamente, abrió de nuevo la gaveta de su escritorio y me entregó un sobre con
un manuscrito de más de doscientas páginas. Al despedirnos me dijo:
—Entréguele este mi informe al Rey. Pero a todo aquel
que en la corte quiera escucharlo, cuéntele estas historias, porque juro por
nuestro Creador que cada palabra que le he dicho es verdad, y que algún día
esta desgracia ha de terminar.