viernes, 12 de octubre de 2018

El Fraile.


En 1545 Fray Bartolomé de Las Casas ejercía el cargo de obispo de Chiapas y por la misión que me llevó a aquellas tierras, fuimos presentados en una reunión.
Su hablar era pausado, pero el tono que imprimía a cada frase dejaba bien claro una personalidad fuerte, templada en el fragor de la conquista de América.
De perfil elegante y rostro sereno, sus rasgos denotaban esa herencia afrancesada que le venía por línea paterna, pero era quizá el contacto con una verdadera fe cristiana lo que suavizaba su apariencia, lo cual lo diferenciaba del resto de los sacerdotes españoles.
De estatura mediana, cuerpo robusto, la piel curtida por el sol del trópico y una calvicie ya avanzada, Bartolomé de Las Casas había representado con su ejemplo un eje de humanización en esa sangrienta vorágine en la que se había convertido la colonización de las Indias. Ya en ese entonces se hablaba de quinientos mil nativos masacrados, hasta había el comentario que durante la matanza de un centenar de indios mansos en el desembarco en Cuba, de Las Casas, quien acompañaba la expedición, le dijo con odio y espanto al conquistador Narváez: 
«¡Os ofrezco a vos y a vuestros hombres al diablo!».
Era este fraile dominico de mirada cálida que hoy tenía frente a mí, la única voz valiente para defender a la población indígena en el Nuevo Mundo, y aunque el mismo rey le había desoído un par de años atrás, yo fui enviado por el mismo Carlos I a recibir en forma directa las denuncias hechas por el fraile.
Al estar a solas en su despacho, me presenté ante él con respeto como, Francisco Hernández de Fonseca, escribano del Consejo de Indias. De inmediato, una mueca de asco se dibujó en su cara, como si el solo nombre de la administración española para la conquista le revolviera las tripas. Giró sobre sus talones para dar media vuelta y, sin disimular su disgusto, se dirigió a su mesa de trabajo, alisó con las manos su limpio hábito sacerdotal y se sentó.
Me quedé de pie, observé cómo revolvía unos documentos y revisaba una gaveta con el rostro descompuesto, sin ni siquiera invitarme a sentar o dirigirme la palabra. Pasados unos minutos, levantó los ojos, pero su mirada no era la misma. Sus ojos pardos se volvieron agudos, llenos de una furia contenida en la impotencia del testigo obligado de cuanto acontecía en esas tierras.
Comenzó por narrarme cómo amarrados a un tronco incendiaban vivos a los indígenas, cómo empalaban a los jefes de tribus hasta morir desangrados en profunda agonía. Narró casi a gritos y detalladamente, cómo los indios eran manejados como bestias de carga hasta morir de cansancio o a causa de los azotes. Su voz se tornó más aguda, cuando decía que las mujeres recién paridas, enviadas a sembrar y cosechar, por mal alimentadas se les secaba el seno, entonces los recién nacidos morían de hambre y mengua.
Su boca, desfigurada por la ira, hablaba sin darme tiempo a informarle que su majestad había ordenado recibir sus quejas por escrito, para en un futuro tratar de corregir los hechos. Pero Bartolomé de Las Casas ya había escrito suficiente. Aquel hombre de Dios, luchador y estudioso, necesitaba ser escuchado. En el dolor que guardó quizá en noches de pesadilla recordando tanto horror, soñaba con este momento, cuando un simple escribano como yo, pudiera repetir personalmente al rey toda esta historia negra y abominable que se cometía en nombre de Dios y de la Corona de España.
De pronto dio un salto de la silla, levantó las manos apuntándome con el índice cuando me preguntó si conocía la historia de Anacaona, esposa del cacique Caonabo, y de cómo su tribu entera fue incendiada en un caney durante una celebración de bienvenida que organizaro los indígenas en honor a los conquistadores, ella que logró escapar al fuego, mas tarde fue capturada, ahorcada y despedazado su cuerpo para alimentar perros bravos.
Aquel religioso, que al principio de la entrevista lucía calmado, se transformó en un remolino de odio, impotencia y dolor ante tanta injusticia. Enumeró a sus enemigos, así como todas las amenazas de muerte recibidas por defender a los indígenas. Casi sin voz de tanto gritar, me decía que si Don Fernando el Católico, nuestro antiguo rey, aún viviera, algo tan horrible no estaría sucediendo. Su amplia frente se perló de sudor, sus ojos se humedecieron. Me habló de todos sus viajes: por La Española, Santo Domingo, Cumaná y Cuba, de cómo después de cuarenta años seguía viendo cómo eran arrancadas cincuenta, cien, hasta doscientas manos y narices, tan solo para sembrar el terror en esta carnicería humana que parecía no tener fin.
Después de casi una hora de contar esa odisea de atropello y violencia, aquel hombre de Dios se sentía exhausto. Dejó caer los brazos, entonces ya no gesticuló más. Sus hombros, haciendo una curva, buscaban el suelo, sintiendo el peso de tanta sangre, tanto inocente muerto y tanta injusticia.
Fray Bartolomé de Las Casas se sentó. Entonces, muy lentamente, abrió de nuevo la gaveta de su escritorio y me entregó un sobre con un manuscrito de más de doscientas páginas. Al despedirnos me dijo:
—Entréguele este mi informe al Rey. Pero a todo aquel que en la corte quiera escucharlo, cuéntele estas historias, porque juro por nuestro Creador que cada palabra que le he dicho es verdad, y que algún día esta desgracia ha de terminar.